Hervidos Tropical: La última cantina

Hombre sentado en una silla roja junto a las letras Hervidos El Tropical.

Fotografías por Felipe Egas.

 
 

Hervidos El Tropical, abierta en 1948, es quizá la única sobreviviente de ese viejo Quito de tabernas y cantinas. Sobrevive en un barrio riesgoso y poco visitado, con una clientela que decrece y, sobre todo, con la porfía de ofrecer un único producto: hervidos de naranjilla con aguardiente.

 
 

Decir que en este lugar el tiempo se ha detenido sería atribuirle una indebida voluntad a ese medidor de la historia. Aquí, esquina de avenida Maldonado y calle Quijano, barrio Cumandá, Centro Histórico de Quito, alguien quiso detener el tiempo. 

Son dos salones medianos separados por un arco interior. Desde la entrada, el primero, aunque acogedor y vistoso, es casi un trámite para acceder al segundo, donde con amplitud se despliegan la estética y la atmósfera incomparables que definen a este lugar: una cantina anclada en otra época que sobrevive a esta, cambiante, fugaz, líquida. 

En ese primer salón está la barra, detrás de la cual hay un aparador decorado con botellas llenas de diversos licores, pero esos licores, que en ocasiones animan el antojo de los clientes, están ahí solo como adorno. Lo único que aquí se vende es lo que indica el nombre: hervidos. No son canelazos como tantos, con un jugo de naranjilla aguado especiado con canela y mezclado con alguna variedad de licor de caña de mejor o peor calidad. Este hervido de naranjilla tiene un jugo espeso hecho con la fruta cocida, azúcar y una mezcla de especias; y el licor, usado desde hace más de sesenta años, es presentado con algo de orgullo. Nombre: Traguito. Marca: ILEPSA

 
 
 
 

El hervido es creación de los dueños originales, los esposos Vicente Borja y Ana Díaz, que abrieron el local hace 76 años. Alguna vez, los secretos de la composición fueron patrimonio de la familia, pero hoy solo los conoce una persona: Ruth Borja, hija de ese matrimonio y actual propietaria junto con su esposo, Carlos Idrovo. Ruth tiene 78 años y Carlos 92, pero ella ya no atiende en el lugar. Varios problemas de salud la han obligado a quedarse en casa, donde prepara el hervido para luego enviarlo en un balde blanco de hierro enlozado con capacidad de 20 litros y que lleva 20 años sirviendo a la familia. 

Carlos Idrovo es un hombre delgado y todavía recio que viste ropa deportiva; blanca la barba espesa y gris el pelo que mantiene siempre oculto bajo una gorra. Sus ojos achicados se encienden cuando ríe, gesto que repite cuando habla tanto de sus logros como de las contrariedades de la vida. Hay que decirlo: tiene la picardía de un niño y la energía de un joven conversón. Junto a él, hoy atiende el bar uno de sus hijos, Edwin Idrovo, un ingeniero civil de 56 años, afable y de maneras delicadas, que trata a su padre con un cariño enternecedor. Son compañeros de trabajo, amigos, custodios el uno del otro. Su relación demuestra cuán familiar es la historia de Hervidos El Tropical.   

 

Bajo el arco que divide los dos salones reposa la joya de la casa: una rocola Wurlitzer platinada con 200 discos de 45 rpm que llegó allí hace 66 años. La trajo en venta Mario Osorio, un hombre que hoy tiene 93 años y sigue siendo el único técnico que cada tanto repara el aparato. Ese mastodonte hermoso de fabricación estadounidense funcionaba con monedas de sucres, pero luego fue adaptado para funcionar con monedas de 25 centavos. Antes, tener rocolas era un buen negocio. Allí había tres. Nadie recuerda si sonaban de manera alternada o si se juntaban en un solo ruido. Más probable es lo primero, porque parte de la historia de este lugar son también la prudencia y el control. 

En el salón del fondo, el que define la atractiva identidad del bar, las baldosas de cemento en verde y blanco que conforman el piso cuadriculado son las mismas desde hace casi ochenta años. Debido al desgaste, alguna vez habrá cambiado la pintura de esas paredes de adobe de 80 centímetros de grosor, pero los colores se mantienen, verde oscuro de la mitad para abajo y crema hacia arriba, ambos en látex satinado para que se pueda limpiar con facilidad. Como decoración, dos rondadores enormes que sobre la hilera de tubos de carrizo que los componen tienen pintadas escenas de una playa, una costa: lo único medianamente tropical que podría relacionarse con el nombre del lugar. «Lo que una vez me contó mi mami», dice Edwin Idrovo, «es que a mi abuelito le gustaba un disco que hacía referencia a algo tropical, no sé qué disco era, pero era algo que él escuchaba, me imagino que en los años cuarenta o cincuenta, y por eso le puso ese nombre». 

 

Las pequeñas mesas no tienen nada de tropical, sino de fonda o picantería; y las sillas, que alguna vez fueron de madera llana, hoy llevan tapicería de cuerina roja que tan bien resalta entre los tonos parcos del entorno. Sobre una pared, lo único novedoso, un acierto absoluto en decoración y calidez: un letrero de neón instalado hace pocos meses que, en verde y rojo, dice Hervidos El Tropical. En la pared contigua, otro letrero, más antiguo y aún más hermoso, en latón repujado, que dice El Tropical Cafetería Hervidos de Naranjilla.

Formas geométricas en el piso ajado y las paredes gruesas; mobiliario de estilo y materiales modestos; colores contrastados que se complementan en una decoración azarosa; texturas que se sienten viejas en un conjunto que se muestra pulcro y ordenado: esas son las señas particulares de esta cantina inmutable.

 
 

 

Carlos Idrovo nació en Cuenca y creció en una casa campestre donde su madre tenía una modesta fábrica de dulces. Desde muy temprano tuvo que ayudar en el negocio y encargarse de demasiadas tareas del hogar para ser un niño (lo que hoy se llama parentificación). Cansado de eso, cuando tenía 15 años, se fue. «Estaba decepcionado de mi vida», dice con seriedad pero sin mayor nostalgia. Se fue a Guayaquil, solo y en secreto, con apenas el contacto de un conocido. Dio con él, y él le consiguió un trabajo en un barco que transportaba pasajeros y mercancías a la provincia de El Oro. Primero fue camarero y luego ayudante en el cuarto de máquinas. Se hizo hombre de mar, se le pegó el acento costeño, se volvió grande sin aún ser del todo adulto. También aprendió a manejar buses y entonces, luego de muchos años y muchas malas noches en el barco, quiso cambiar de oficio y convertirse en chofer profesional. Hizo el curso en Azogues y obtuvo el título. Luego vino a Quito a trabajar.

Se integró a Transportes Occidental para hacer recorridos a Guayaquil, Esmeraldas, Manabí. Fue de los conductores que inauguraron los viajes nocturnos. Pasó de las noches esforzadas en un barco a las largas y riesgosas en la carretera. Un día, sus colegas le invitaron a tomar un trago en una cantina llamada Hervidos El Tropical. Quedaba donde queda ahora, junto a La Ronda, encima del antiguo terminal terrestre, justo en ese borde donde el Centro Histórico de Quito empieza a difuminar su estatura patrimonial y pareciera adentrarse en un segmento olvidado, con estigmas, evitable. Hoy es así, o se le ve y se lo siente así, pero antes, a mediados de los sesenta, cuando Carlos Idrovo empezó a frecuentar el bar, Cumandá era un barrio animado, no exento de trifulcas como muchos barrios de Quito aquel, pero era eso, un barrio con vida. 

«Probé ese trago y me gustó, y lo mejor es que ayudaba a dormir y no daba malestar ni chuchaqui», dice Idrovo. Pero no solo le gustó el hervido, sino también la hija de los dueños del bar, o a ella le gustó él, como le gusta contar a Carlos aunque las anécdotas lo contradigan. Empezaron a relacionarse y él, decidido a conquistarla, con la usanza de esa época primero habló con el papá y le dijo que quería casarse con su hija, pero cuando fue a donde ella para contárselo, ella le dijo que él no le gustaba. De todas formas, Carlos Idrovo y Ruth Borja se casaron. Eran mediados de los sesenta. Él tenía 33 años y ella 19. Al cabo de un año tuvieron a su primer hijo. Carlos siguió trabajando como chofer, Ruth entró como asistente en un almacén de discos y relojes, hasta que años más tarde los padres de Ruth quisieron vender la cantina. No eran muy viejos, pero estaban enfermos y cansados. El frío del lugar y el hecho de haber respirado durante años el humo de los cigarrillos que se fumaban ahí, deterioraron su salud.

«Mi mujer me dijo que compremos el negocio, pero yo me hacía el tonto porque a mí nunca me habían gustado estas cosas», cuenta Carlos. Finalmente lo hicieron. Era 1978, Hervidos El Tropical empezaba una nueva etapa sin mayores cambios. La consigna, más bien, era la continuidad, el mantenimiento de la tradición. El hervido se había vendido siempre en vasitos pequeños. Ahora Carlos empezó a ofrecerlo en botellas de 375 cc y de 750 cc. Alguna modificación pequeña en la decoración y más tarde en el mobiliario; pero por lo demás, Carlos lo dejó claro: «No cambien nada, cambiarán cuando yo me muera».

El trabajo era esforzado, pero era la buena época. Abrían a media mañana y con frecuencia cerraban a la media noche. «Este lugar era a full cuando funcionaba el terminal de Cumandá», dice Carlos, «a veces tomaban afuera, en la vereda, y hacían fila para entrar». Durante el día, Ruth Borja vendía también helados, y en algún momento durante los años ochenta probaron con picaditas y cerveza, pero nada duró demasiado tiempo. Al costar menos que el hervido, la cerveza no solo que le competía al producto estelar, sino que, de acuerdo a los dueños, atraía otra clientela. «Sí segmenta la cerveza, llega gente que puede generar un poco de desconfianza», dice Edwin Idrovo. 

El barrio se hizo peligroso, se llenó de prostíbulos y todo lo que eso puede traer. «A veces los chulos se peleaban con cuchillos aquí en la esquina», recuerda Edwin. No obstante, el hecho de que allí no se vendieran licores puros que provocaran rápidas borracheras, y que la familia Idrovo Borja fuera más bien juiciosa y reservada, impidió que esa cantina se volviera un verdadero antro. La frecuentaban burócratas, comerciantes, algunos vecinos, militares y policías que iban por esa zona para comprar sus uniformes en las tiendas que la famosa familia Quinchuela, sastres y costureras originarios de Riobamba, empezaron a abrir sobre la avenida Maldonado desde mediados de los sesenta. 

Para verdaderos antros estaban otros. El Casablanca en la 24 de mayo, bravo en serio, malandrines adentro y prostitutas afuera, también conocido porque en el exterior permanecía una pareja de músicos ciegos, guitarra y acordeón en mano, que esperaban a ser contratados para ofrecer serenatas privadas. En el interior volaban los shots de Lima Dry, un anisado barato que raspaba la garganta, y a veces volaban también las sillas. Y estaba El Piedrazo, sobre la Montúfar cerca de la Junín, algo menos duro que el Casablanca pero también de cuidado. A su lado, la cantina de los hervidos era recatado un club social. 

 
 

Transcurrieron los años, ese viejo Quito de bares y cantinas llenas fue desapareciendo, los clientes frecuentes se hicieron mayores, el terminal de Cumandá dejó de existir y con eso se redujo la afluencia de gente en esa zona. Mientras, la promoción turística del centro de la ciudad se concentraba apenas a unos metros de ahí, en el regenerado barrio La Ronda. Y en medio de todo, esa cantina seguía resistiendo, aislada en su esquina de siempre, vendiendo «neciamente solo hervidos de naranjilla». 

Aunque la agitación era moderada, el trabajo allí también dejó secuelas. La familia cree que el frío le provocó a Carlos la artritis que antes también padeció su suegro; y que los problemas respiratorios que tiene se deben al humo que todos tuvieron que respirar durante tantos años, ese humo que, empujado por la corriente de aire que sigue entrando por la puerta, se daba la vuelta al salón entero y luego se posaba como una nube fétida bajo el tumbado. Un día llegó un borracho a pedir que le vendieran alguno de esos licores que se mostraban en la barra. Carlos le dijo que no estaban a la venta. El borracho se fue, pero luego regresó y, sin que Carlos se diera cuenta porque en ese momento limpiaba un espejo del local, el borracho lo atacó con una manopla y le dio un certero golpe en la nariz que le provocó un derrame cerebral. 

—Tuvieron que operarme la cabeza —dice Carlos—. Desde ahí yo quedé medio mal, de ahí yo me sentía bien, yo era un polluelo en esa época, tenía unos 50 o 60 años. 

—Un poco más, papito, unos 80 años —le corrige con tino su hijo. 

—Ah, un pollo viejo, entonces —replica Carlos con una carcajada juvenil.

 

 

Hace unos 10, 15 años, el lugar empezó a ser frecuentado por jóvenes del norte de la ciudad, hipsters y modernillos atraídos por el ambiente vintage y esa épica que le da ser la última cantina de Quito. No alcanzó, sin embargo, para que se constituyeran como una nueva clientela, constante y fiel, que al negocio le hiciera pensar en un renacimiento. Pero alcanzó para que tuviera otra visibilidad y con eso, al menos, para que pudiera seguir viviendo. Su estética, la atmósfera particular, llamó la atención del mundo de la publicidad, del cine, de los videos musicales. Empezó a ser solicitado para grabar comerciales, escenas de películas (El rezador, La llamada, La hiedra) y videoclips (Rocola Bacalao, Guanaco con Álvaro Bermeo), y siempre, o casi siempre, los dueños lo facilitaron sin costo alguno, a cambio de la idea de que esa visibilización les iba a favorecer como negocio. Algún resultado favorable tuvo esa generosidad, pero nada consistente y, peor aún, en más de una ocasión los usuarios abusaron de la apertura y dejaron el lugar desbaratado. Entonces decidieron analizar mejor las solicitudes y empezar a cobrar por el uso del lugar.

 
 

Es un jueves de finales de marzo de 2024, víspera del feriado de Semana Santa. Hacia las 19h00, el barrio Cumandá luce vacío, la actividad, el ruido, los ponen el trolebús y los vehículos que circulan por la avenida Maldonado, ya de por sí apagada en esa zona de casas deshabitadas. Frente a la cantina, un salón de almuerzos todavía abierto pero sin actividad. A un costado, una licorería que les lleva gran ventaja. «Ahí venden Pájaro azul, guanchaca, trago ilegal», dice Edwin Idrovo. «Y el problema es que el Municipio es a veces ciego, sordo y mudo. Con ese lugar no tienen problemas, pero nosotros necesitamos cumplir con 99 puntos para acceder a la licencia de funcionamiento, tener permiso del Ministerio de Salud, de uso de suelo, de Quito Turismo».

 

En el bar hay apenas dos mesas con dos personas en cada una, y así se mantendrá a lo largo de la noche. Puede ser debido a que se avecina el feriado, dicen los dueños, y a la vez admiten que, en general, la ocupación está baja desde hace mucho tiempo. Los consumos de esos pocos clientes, con una media botella de hervido que cuesta $5 y la botella entera $10, con suerte alcanzarán para, al final del mes, pagar el alquiler del local, que ronda los $300. No han logrado integrarse de manera consistente al mundo de la promoción en las redes sociales. Se han servido de amigos y familiares para crear páginas que luego no han podido mantener actualizadas. «No he tenido suerte», dice Edwin Idrovo, «y otra gente que se ha ofrecido a desarrollar eso ha pedido dos mil, tres mil dólares mensuales».

Unas semanas más tarde, a inicios de mayo, el panorama es el mismo, dos mesas con dos personas y una media botella casi por terminarse. Desde la rocola suena un bolero triste que apenaría el ambiente de no ser porque algo hay que acoge, que asegura, en las gruesas paredes frías y en el viejo piso cuadriculado y en las sillas con cuerina roja y en ese letrero de neón tan chic. Hervidos El Tropical, la vieja casa de una familia unida, se siente todavía viva gracias al ánimo de Carlos Idrovo, impecable con su traje deportivo, dispuesto siempre a hablar de su vida (las mismas anécdotas bien encadenadas, las mismas bromas que funcionan), cordial y ágil en el servicio. A eso y a la compañía y apoyo de su hijo, y a que Ruth Díaz, la madre, pese a sus problemas de salud, sigue preparando el hervido para que lo puedan ofrecer en el local. Hervidos El Tropical, el negocio, es, lamentablemente, otra cosa. Hay días buenos, pero la clientela está en franco declive. Si la familia no ha decidido cerrar el local es porque aún pesa la historia y el esfuerzo puesto en construirla. «Este lugar tiene mucha tradición, son más de 75 años», dice Edwin Idrovo. «¿Ya decir hasta aquí llegamos? Creo que no, creo que hay que hacer un esfuerzo más para ver qué pasa».


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La última cantina es parte de la primera edición de Revista Chiú, Líquida (2024). Para leer más, compra tu ejemplar físico o digital en nuestra tienda online.