Carta a Bourdain, el santo patrono de los que se pierden
25 de junio | Bourdain Day
Los fieles de San Ignacio recorren kilómetros y kilómetros en nombre del santo. En el Zentralfriedhof, de Viena, se dejan partituras dobladas para honrar el genio de los Beethoven, Schubert, Brahms y Strauss. A Selena, cómo no, se le dejan rosas blancas, cartas y una lata de cerveza para homenajearla. Por discreción tal vez no debamos mencionar la tumba de Victor Noir (pero tengan su lipstick preparado, por si acaso). Pero, ¿cómo peregrinar por ti, Bourdain?
A tus devotos, se nos viene rápido a la mente una reflexión punzante: que la comida sea siempre una aventura y viajar, una educación para los sentidos.
Basta navegar por tu celebrado Kitchen Confidential para reconocer cómo la cocina puede traer vida nueva y redención (mírate pasando de bachiller perdido a dirigir decenas de cocinas en Nueva York: suena bien), pero también ruina y perdición épicas (mírate pasando de dirigir decenas de cocinas a deber tres meses de arriendo antes de publicar el libro, sin dejar tu humor irónico ni las hard drugs). ¿Pero para qué hacerlo si la cocina viene con más avatares que una baraja de tarot? nos preguntamos capítulo tras capítulo del libro. Lo decías siempre: porque la amas. Puede más la pasión que la rueda de la fortuna. Si la fortuna es conocer a Big Foot y empezar el día con un café, tabaco y dos Valium robados.
¡Pero afortunados los que estén cerca de tu estrella! Por tu caminar a ritmo de pantera indolente en A Cooks Tour -siempre con una camiseta ajustada que no tenía miedo a ensuciarse-, Walter Benjamin seguro saltaría a figurarte como uno de sus flâneur, esos paseantes que callejean sin rumbo fijo por las ciudades que teorizaba el filósofo alemán, alejados de los hechizos del consumo programado y las vitrinas estáticas, con el lema que les permitía convertirse en intérpretes, arrabaleros médiums de la verdadera vitalidad de una ciudad. Let’s get lost, como nos invitabas a hacerlo cuando visitaste Tailandia y no aguantabas pasar más tiempo encerrado en el hotel (¿puedes creer que ahora un Airbnb nos ilusione tanto como el viaje?). Por tus huidas al invierno volcánico de Islandia, por los recorridos clandestinos en los mercados de Kuala Lumpur, evitando las pirámides en Egipto para pasarte la tarde fumando shisha, descubriendo la alta repostería de un ingenioso Albert Adrià; destinos tan asombrosos como sentarte en un simple restaurante de waffles según tú. Seguramente Baudelaire te hubiese dedicado un lugar en su inmortal poema “El viaje”. Porque tú Bourdain, o Tony, para los panas, tenías el corazón ligero de los verdaderos viajeros que parten por partir y siempre, siempre ibas hasta el fondo de lo desconocido, para encontrar lo nuevo. Y, para ser más locales, pienso en estrellas no tan distantes como un Roberto Bolaño, quien seguro te reconocería ahora como uno de sus detectives al ver en tu Parts Unknown cómo simpatizabas con los olvidados de Vietnam, Perú, Irán, y decenas de países más, mientras te paseabas salvajemente por los márgenes de cada ciudad resistiéndote a su museificación, porque entendías que la verdadera política es gesto, es prestar la voz, abrir el círculo, regalar un tabaco, contar lo que nadie quiere contar, en fin, dibujar el autorretrato del otro, labor de entregado documentalista, pero también de quien sabe que el poder de las mesas es precisamente ese: descubrir al mundo mientras me descubro a mí. Hoy te podríamos ver contándonos cuál es la última comida de un migrante en Nueva York que está a punto de ser deportado.
Tú, más que nadie, nos enseñaste que no necesitamos mirar tanto al cielo y sus estrellas para hallar epifanías. Basta estar en una playa y que te sirvan algo. En tu caso, recordamos al inicio de tu Kitchen Confidential, fue una ostra: "Fue todo un acontecimiento. Lo recuerdo como recuerdo la pérdida de la virginidad... Y, por muchas razones, con más satisfacción", nos revelabas, consciente cuando eras niño de que "la comida tenía poder... Podía inspirar, asombrar, provocar, excitar, deleitar y deslumbrar". Tony, para los que te descubrimos de niños por obra y gracia de ese antepasado del scrolling que era el zapping cuando veíamos televisión, porque ya no había más caricaturas que ver, querido, para nosotros tú fuiste esa ostra. Aunque te viéramos con un sanduche improvisado o un bowl de cereal en las manos, nos enseñaste que la comida asombra e inspira donde sea. Despierta. No tanto por verte comer un corazón de cobra o la enésima comida más picante de todas subido en un bote de madera, sino porque lo hacías con humanidad. Y eso en televisión era lo exótico: era como ajena a la pantalla tu cálida espontaneidad. Se sentía como reencontrarnos con el guambra más chistoso del salón, pero con arrugas, fumando y algunas canas en el cabello. Un rebelde a imitar cuando le pedíamos a mamá una chaqueta de cuero y unas gafas oscuras.
Ostras en el mar. Suena a fantasía gastronómica clásica. Quienes no te conozcan tal vez piensen que te gustaban los placeres más claros y sofisticados. Para nada. Nos queda claro cuando leemos el inicio de tu primer escrito publicado, cuando decías en The New Yorker que:
"La buena comida, comer bien, se trata más que nada de sangre y órganos, crueldad y descomposición. Se trata de grasa de chancho alta en sodio, quesos hediondos de triple-crema, las tiernas glándulas linfáticas y los hígados agrandados de crías de animales. Se trata de peligro, arriesgarse con las oscuras fuerzas bacterianas de la carne, el pollo, el queso y los mariscos…".
Ahí está: la comida, la buena comida es crudeza y riesgo también. Y la cámara en tus programas nos acercaba a realidades crudas y arriesgadas que se viven ya no solo en la cocina, sino en el mundo. Eran producciones donde la grasa se tomaba el lente. Uno podía sentir la humedad convertirse en sudor. La tierra meterse por las sandalias. El sol picar. No sorprende por eso que en tu visita a Ecuador hayas decidido irte a lo visceral, porque lo visceral es lo más ecuatoriano que existe: guisos, parque de las tripas, guatita, cuyes, y ya en la Costa, compartir con Andrés Crespo, que es tan crudo y alegre como los percebes que se comieron, que seguramente te habrán recordado -así, sí- a las ostras de tu infancia. Por cierto, ¿alguien conoce a más anfitriones de Bourdain en su visita? ¿Qué será de la chef Isabel? This lady can fucking cook!, nos decías.
Hoy que el hashtag #Vlog tiene millones y millones de reproducciones en YouTube, que la dictadura del algoritmo manda que una visita al mercado más terrenal se edite como si fuera una experiencia cinematográfica, nos queda la sensación de que los viajes por esta y otras redes sociales están hechos para que uno nunca se pierda, como en una salida escolar. Claro que hay excepciones, Tony, y las amarías. No todos pueden disertar como profe de filosofía antes de subirse al ascensor de un hotel en Tailandia y luego comerse un dulce de plátano como tú. Porque es difícil hablar sin guión. Y el alma no tiene guión. Tal vez te hubieses reído con esa amplitud solar de tu sonrisa y tus incisivos hubiesen vampireado algún chiste al encontrarte con los billones de videos bajo el hashtag #food, ese reino de contenidos donde la comida, la buena comida, muchas veces deja de ser riesgo y revelación para ser una mercancía digital a través de una historia con un menú bien repetido: fuimos a..., nos recibieron bien pero…, tienen que venir porque..., la entrada estuvo..., disfrutamos tanto que..., el costo es tan solo de... y, al final, la pareja nunca habla. Claro que hay excepciones, Tony, pero cómo nos cuesta comprender como tú que el alma no tiene menú.
Tony, ¿en dónde peregrinarte, entonces? Les Halles cerró. Y tampoco tienes tumba en Père Lachaise, como las que visitaste... Yo creo que peregrinamos por ti cuando cambiamos los platos por tarrinas y las lámparas de diseñador por focos mal amarrados en un puesto callejero, cuando dejamos el celular en la habitación de hotel, o mejor, cuando vemos los close friends de nuestros amigos cuando se van de viaje, cuando alguien se baja del Uber en un país extraño para bailar al amanecer con el chofer, cuando dos universitarios comparten una empanada porque la verdadera abundancia está en la conversación, cuando hablamos en el bus sobre las elecciones con un desconocido, cuando decimos Veci con orgullo familiar, cuando la primera cita no se acaba en el primer sitio, cuando alguien posa como ninja en medio de Las Cibeles en lugar de elegir su mejor perfil, cuando un amigo te cuenta que cantó su José José en un karaoke de Finlandia, cuando leemos esa frase de Breton de Déjenlo todo, nuevamente, cuando se improvisa un panne cook y la cocina queda hecha un caos, pero se lavan los platos luego porque el romance llama primero, cuando nos vamos solos a la playa, cuando un migrante prepara comida de su tierra para amigos de su nuevo país y siente que la palabra Bienvenido sí existe, cuando un chef latino inventa para no errar, movido más por la pasión que por las dudas, casi digo deudas, cuando salta por ahí alguna imagen tuya con un dicho sensacional y humanamente olvidamos preguntarnos cómo es que la persona con el mejor trabajo del mundo pudo suicidarse, cuando, en fin, arriesgamos todo, probamos todas las comidas, todas las emociones, las experiencias y hasta los amores, con la consciencia de que seguiremos tu lema eterno:
Sé un viajero,
no un turista.
Gracias, Tony.